jueves, 26 de marzo de 2020

Ratoncitos

Érase una vez dos pequeños ratoncitos que vivían en un pequeño y acogedor agujero en compañía de su mamá. No les faltaba de nada: estaban siempre calentitos, tenían comida, podían protegerse de la lluvia y también del frío…pero aun así, casi nunca estaban contentos, sobre todo cuando llegaba la hora de irse a dormir, que siempre les parecía pronto. Un día, como muchos otros días, los dos ratoncitos fueron a dar un paseo antes de la cena para poder ver a sus amiguitos y charlar un rato antes de volver a casa, y tanto alargaron el paseo que no consiguieron encontrarse con ninguno de sus amigos, puesto que se había hecho bastante tarde. Los ratoncitos se habían alejado mucho de casa y no estaban seguros de si podrían encontrar el camino de vuelta. Y tanto se asustaron que se pararon en el camino para darse calor y sentirse más acompañados el uno con el otro. De pronto, en mitad de la noche y del silencio, les pareció escuchar ruido. ¿Serían las hojas movidas por el aire? ¿Sería un gran y temible gato que les querría dar caza? Y en medio de la incertidumbre apareció mamá, que llevaba toda la noche buscándoles. Desde aquel día ninguno de los dos ratoncitos volvió a quejarse cuando llegaba la hora de irse a la cama. Se sentían tan a gustito en casa protegidos por mamá y disfrutando de todos y cada uno de sus cuidados, que hasta meterse en la cama calentita les parecía un plan fantástico, y tenían razón. Por aquel entonces ya eran conscientes de que desobedecer a su mamá podía tener consecuencias muy desagradables, y tenían tiempo de sobra durante el día para disfrutar de sus amigos y de todas las cosas que les divertían, como el brillo del sol y la brisa de la mañana. Comprendieron que estar en casa no era algo aburrido, sino el mejor lugar que podía haber en el mundo.

Zanahoria

Érase una vez un niño llamado Jacobo. Jacobo era un jovencito con muchas pecas en la cara y el cabello del color de una zanahoria. Como a todos los niños, a Jacobo le gustaba jugar con la pelota junto a sus amigos, y a ellos les parecía genial que él tuviese el cabello como una zanahoria. Cuando iban a visitarlo y la mamá de Jacobo les servía zanahorias, sus amigos gritaban: •¡Una zanahoria se está comiendo a otra zanahoria! Y Jacobo reía como el que más, porque le hacía sentirse muy, muy especial. A Jacobo le gustaba mucho jugar con sus amigos, pero llegó un día en que no pudo jugar con ellos porque tuvo que cambiar de colegio y ya no conocía a nadie. Aquella situación a Jacobo le puso muy triste, no sabía qué hacer. Cuando entró en clase pudo ver que un niño bastante más alto que él estaba jugando con una pelota, y que los demás niños le miraban jugar. Hablaban con él y se reían, de forma que a Jacobo aquel niño le resultó bastante popular. José se llamaba aquél niño y, de entre todos los compañeros de clase, era el más alto y el que parecía de mayor edad, de manera que Jacobo pensó que si se burlaba de él, podría ganar el respeto de sus nuevos compañeros y que así todos fuesen sus amigos. De esta forma se acercó hacia donde estaban los compañeros de clase, señaló a José y dijo: – Eres alto como los adultos, pero juegas a la pelota como un bebé. ¡Eres un bebé!- le dijo Jacobo, a pesar de que había observado en él a un fantástico compañero con el que jugar a la pelota. – ¿Por qué me dices eso, niño zanahoria? Yo solo estoy jugando con la pelota sin molestar a nadie, déjame en paz. Haberlo llamado “niño zanahoria” ocasionó que todos los demás niños se rieran, aunque José no lo hubiera dicho con esa intención. Por ello, a partir de entonces, todos se burlaron de Jacobo llamándole “el niño cabeza de zanahoria”. •¡Eres una zanahoria, con la cabeza naranja y grandota!- le decían los demás niños. Jacobo, al ver que su plan había fallado, no pudo hacer otra cosa que ponerse a llorar. Sin embargo, aquella actitud no le gustó a José, que decidió hablar seriamente con todos sus amigos: •¿Por qué os reís de él? Yo le dije niño zanahoria porque tiene el cabello del color de una zanahoria y no para burlarme, porque uno no se puede burlar de las demás personas. Todos nosotros en esta clase somos amigos y, si nos reímos de nuestros amigos, seremos unas malas personas. A lo que todos asintieron porque supieron que José tenía razón. José se acercó y trató de calmar a Jacobo diciéndole que lo invitaría a comer zanahorias: •Y así serás una zanahoria comiéndote otra zanahoria- dijo José con el tono tan amable, que casi parecía uno de los antiguos amigos de Jacobo. Al recordar a sus viejos amigos, Jacobo dejó de llorar, pidió perdón a José y sus demás nuevos compañeros, les contó que solo quería ser popular entre ellos y agradeció a José el haber sido tan bueno con él. De esta forma Jacobo entendió el valor de la amistad y del verdadero respeto, y nunca más trató de burlarse de nadie. Al fin pudo comprender que las diferencias, como bien sabían sus fieles y antiguos amigos, son algo maravilloso y no algo que reprochar.

El buzón

El mes de Diciembre había llegado y todos los niños de la escuela de Simón estaban bastante contentos, ¿cómo no habrían de estarlo? Venía la Navidad, la época más bonita del año. Hablaban de eso todos los días y le preguntaban a la profesora: •Maestra, ¿qué día es hoy? •Hoy es 2 de diciembre, niños, aún faltan varios días para la Navidad –respondía la profesora. En la escuela acostumbraban a realizar una fiesta de Navidad antes de irse de vacaciones, en la que todos traían comida para compartir. Pero lo que más gustaba a todos era que ponían un buzoncito en frente de cada pupitre para que escribiesen cartas y felicitaciones llenas de buenos deseos a quien quisiesen. Los buzones los pintaban de colores y decoraban con pegatinas muy bonitas, y en las cartas dibujaban casas, coches, juguetes y muñecos. A veces los niños hacían dibujos tan buenos que parecían fotografías, de tanta ilusión que ponían. Así que todos estaban muy emocionados llegado el mes de Diciembre; todos menos Simón, que tenía muchísimo miedo de que llegara aquel señalado día. A Simón le encantaba Diciembre porque es un mes muy colorido y muy feliz, pero temía que nadie le dedicase una carta especial. Simón era un niño muy tímido con bastantes dificultades para hablar y relacionarse con los demás niños, y eso hacía que su inseguridad fuese aún mayor en la gran fiesta de Navidad. Llegado el día, Simón se sentó solito y decoró con gran habilidad y dulzura su buzón. Pero añadió algo muy extraño, el dibujo de un coche rojo con fuego pintado, corriendo a toda velocidad por un verde camino. Simón se esforzó mucho con su buzón, con la esperanza de que a alguien le gustara y le pusieran una carta dentro. Tras comer algunas cosas de las que se habían llevado al aula, Simón se sentó en su pupitre a esperar su carta. Pero pasado un rato el buzón seguía vacío. Nadie se acercaba a hablar con él y mucho menos a dejarle una carta, lo que puso a Simón sumamente triste. Y cuando se encontraba a punto de llorar desconsoladamente, se acercó un niño a ver el buzón decorado al detalle. •¡Qué coche tan rápido y bonito!- dijo el niño. •¿Te gusta?- preguntó sorprendido Simón. •¿Que si me gusta? ¡Es increíble! A mi abuelo y a mí nos gustan mucho los coches rojos. •Pues muchas gracias, supongo. Me llamo Simón. •¿Quieres ser mi amigo? Si te gustan tanto los coches rojos como a mí seguro que nos divertimos mucho jugando y pintando más coches veloces y bonitos. Aquellas palabras emocionaron mucho a Simón, que finalmente recibió una carta en su pequeño y original buzón. Y desde aquel día no volvió a estar solo, ni a sentirse extraño por no recibir los buenos deseos de ninguno de sus compañeros. Simón descubrió que era un niño como los demás, a pesar de su timidez, y que el mes de Diciembre era el más bello y maravilloso de todo el año.

Navidad

Era el último día de clase y Pablo miraba sin mucho interés la pizarra mientras la profesora explicaba algunas cosas. Pablo solo podía pensar en la Navidad y en que sería la primera en su ciudad, y no en el pueblo como sucedía siempre. Pablo recordaba cómo cada año, apenas terminadas las clases, mamá y papá llenaban el coche con maletas y se iban de viaje a casa del abuelo para poder pasar las vacaciones junto a él en su granja. El camino era larguísimo pero muy verde y bonito, y de lado a lado del camino se podían ver vacas o caballos pastando. Era maravilloso. A Pablo le gustaba mucho ver los animales y el abuelo tenía una casa llena de ellos: ovejas, vacas, caballos, perros…Pero de todos ellos con quien más disfrutaba jugando era con la perrita Lila, que corría siempre a su alrededor nada más llegar. Y después de aquellos momentos junto a Lila, lo que más le gustaba a Pablo era la gran cena de Nochebuena, todos sentados junto al árbol y a la lumbre rodeados de cosas ricas que degustar. De solo pensarlo, a Pablo se le hacía la boca agua. Sin embargo, en aquella Navidad no iba a haber nada de eso. Papá tenía que salir de viaje por motivos de trabajo, no podrían visitar al abuelo y Pablo iba a pasar la Navidad con la única compañía de su mamá. Cuánto le entristecía aquello a Pablo, que ni siquiera podía escuchar las palabras de su profesora ensimismado en sus pensamientos. Antaño, apenas llegaban a la granja, el abuelo sacaba del cobertizo todos los adornos y entre todos ponían la casa muy, muy bonita. Hasta la perrita Lila ayudaba, porque a todos les gustaba mucho la Navidad. Volviendo a casa del cole, Pablo pasó todo el recorrido en el autobús mirando por la ventana. Sus amigos se acercaban a él y le preguntaban qué le ocurría, pero Pablo ni siquiera podía contestar del nudo que llevaba en la garganta. Se sentía tan mal que le era imposible hablar, y lo único que deseaba era encerrarse en su cuarto solo. Una vez en casa, al cruzar la puerta, Pablo fue asaltado por la perrita Lila. ¡Qué gran sorpresa fue aquella! Y tras recibir unos buenos lametazos y achuchones de ella se aproximó corriendo hasta la cocina, donde estaba su mamá junto al abuelo tomando un café calentito. A Pablo le alegró mucho aquella visita, no podía creerlo… ¡si el abuelo nunca salía de su granja! Pablo se fundió en un tiernísimo abrazo con su abuelo, que como no podía ser de otra forma, ya tenía preparados en sus cajas los adornos de Navidad. Qué feliz se sentía Pablo de ver allí a su abuelo, que sonriente le dijo: •Si la Navidad consiste en algo, hijo mío, es en estar todos juntos. Y fueron muy felices en aquella primera Navidad en la ciudad, echando de menos a papá y haciendo todo lo posible por disfrutar de aquellas fechas tan significativas para la familia.