jueves, 26 de marzo de 2020

Ratoncitos

Érase una vez dos pequeños ratoncitos que vivían en un pequeño y acogedor agujero en compañía de su mamá. No les faltaba de nada: estaban siempre calentitos, tenían comida, podían protegerse de la lluvia y también del frío…pero aun así, casi nunca estaban contentos, sobre todo cuando llegaba la hora de irse a dormir, que siempre les parecía pronto. Un día, como muchos otros días, los dos ratoncitos fueron a dar un paseo antes de la cena para poder ver a sus amiguitos y charlar un rato antes de volver a casa, y tanto alargaron el paseo que no consiguieron encontrarse con ninguno de sus amigos, puesto que se había hecho bastante tarde. Los ratoncitos se habían alejado mucho de casa y no estaban seguros de si podrían encontrar el camino de vuelta. Y tanto se asustaron que se pararon en el camino para darse calor y sentirse más acompañados el uno con el otro. De pronto, en mitad de la noche y del silencio, les pareció escuchar ruido. ¿Serían las hojas movidas por el aire? ¿Sería un gran y temible gato que les querría dar caza? Y en medio de la incertidumbre apareció mamá, que llevaba toda la noche buscándoles. Desde aquel día ninguno de los dos ratoncitos volvió a quejarse cuando llegaba la hora de irse a la cama. Se sentían tan a gustito en casa protegidos por mamá y disfrutando de todos y cada uno de sus cuidados, que hasta meterse en la cama calentita les parecía un plan fantástico, y tenían razón. Por aquel entonces ya eran conscientes de que desobedecer a su mamá podía tener consecuencias muy desagradables, y tenían tiempo de sobra durante el día para disfrutar de sus amigos y de todas las cosas que les divertían, como el brillo del sol y la brisa de la mañana. Comprendieron que estar en casa no era algo aburrido, sino el mejor lugar que podía haber en el mundo.

Zanahoria

Érase una vez un niño llamado Jacobo. Jacobo era un jovencito con muchas pecas en la cara y el cabello del color de una zanahoria. Como a todos los niños, a Jacobo le gustaba jugar con la pelota junto a sus amigos, y a ellos les parecía genial que él tuviese el cabello como una zanahoria. Cuando iban a visitarlo y la mamá de Jacobo les servía zanahorias, sus amigos gritaban: •¡Una zanahoria se está comiendo a otra zanahoria! Y Jacobo reía como el que más, porque le hacía sentirse muy, muy especial. A Jacobo le gustaba mucho jugar con sus amigos, pero llegó un día en que no pudo jugar con ellos porque tuvo que cambiar de colegio y ya no conocía a nadie. Aquella situación a Jacobo le puso muy triste, no sabía qué hacer. Cuando entró en clase pudo ver que un niño bastante más alto que él estaba jugando con una pelota, y que los demás niños le miraban jugar. Hablaban con él y se reían, de forma que a Jacobo aquel niño le resultó bastante popular. José se llamaba aquél niño y, de entre todos los compañeros de clase, era el más alto y el que parecía de mayor edad, de manera que Jacobo pensó que si se burlaba de él, podría ganar el respeto de sus nuevos compañeros y que así todos fuesen sus amigos. De esta forma se acercó hacia donde estaban los compañeros de clase, señaló a José y dijo: – Eres alto como los adultos, pero juegas a la pelota como un bebé. ¡Eres un bebé!- le dijo Jacobo, a pesar de que había observado en él a un fantástico compañero con el que jugar a la pelota. – ¿Por qué me dices eso, niño zanahoria? Yo solo estoy jugando con la pelota sin molestar a nadie, déjame en paz. Haberlo llamado “niño zanahoria” ocasionó que todos los demás niños se rieran, aunque José no lo hubiera dicho con esa intención. Por ello, a partir de entonces, todos se burlaron de Jacobo llamándole “el niño cabeza de zanahoria”. •¡Eres una zanahoria, con la cabeza naranja y grandota!- le decían los demás niños. Jacobo, al ver que su plan había fallado, no pudo hacer otra cosa que ponerse a llorar. Sin embargo, aquella actitud no le gustó a José, que decidió hablar seriamente con todos sus amigos: •¿Por qué os reís de él? Yo le dije niño zanahoria porque tiene el cabello del color de una zanahoria y no para burlarme, porque uno no se puede burlar de las demás personas. Todos nosotros en esta clase somos amigos y, si nos reímos de nuestros amigos, seremos unas malas personas. A lo que todos asintieron porque supieron que José tenía razón. José se acercó y trató de calmar a Jacobo diciéndole que lo invitaría a comer zanahorias: •Y así serás una zanahoria comiéndote otra zanahoria- dijo José con el tono tan amable, que casi parecía uno de los antiguos amigos de Jacobo. Al recordar a sus viejos amigos, Jacobo dejó de llorar, pidió perdón a José y sus demás nuevos compañeros, les contó que solo quería ser popular entre ellos y agradeció a José el haber sido tan bueno con él. De esta forma Jacobo entendió el valor de la amistad y del verdadero respeto, y nunca más trató de burlarse de nadie. Al fin pudo comprender que las diferencias, como bien sabían sus fieles y antiguos amigos, son algo maravilloso y no algo que reprochar.

El buzón

El mes de Diciembre había llegado y todos los niños de la escuela de Simón estaban bastante contentos, ¿cómo no habrían de estarlo? Venía la Navidad, la época más bonita del año. Hablaban de eso todos los días y le preguntaban a la profesora: •Maestra, ¿qué día es hoy? •Hoy es 2 de diciembre, niños, aún faltan varios días para la Navidad –respondía la profesora. En la escuela acostumbraban a realizar una fiesta de Navidad antes de irse de vacaciones, en la que todos traían comida para compartir. Pero lo que más gustaba a todos era que ponían un buzoncito en frente de cada pupitre para que escribiesen cartas y felicitaciones llenas de buenos deseos a quien quisiesen. Los buzones los pintaban de colores y decoraban con pegatinas muy bonitas, y en las cartas dibujaban casas, coches, juguetes y muñecos. A veces los niños hacían dibujos tan buenos que parecían fotografías, de tanta ilusión que ponían. Así que todos estaban muy emocionados llegado el mes de Diciembre; todos menos Simón, que tenía muchísimo miedo de que llegara aquel señalado día. A Simón le encantaba Diciembre porque es un mes muy colorido y muy feliz, pero temía que nadie le dedicase una carta especial. Simón era un niño muy tímido con bastantes dificultades para hablar y relacionarse con los demás niños, y eso hacía que su inseguridad fuese aún mayor en la gran fiesta de Navidad. Llegado el día, Simón se sentó solito y decoró con gran habilidad y dulzura su buzón. Pero añadió algo muy extraño, el dibujo de un coche rojo con fuego pintado, corriendo a toda velocidad por un verde camino. Simón se esforzó mucho con su buzón, con la esperanza de que a alguien le gustara y le pusieran una carta dentro. Tras comer algunas cosas de las que se habían llevado al aula, Simón se sentó en su pupitre a esperar su carta. Pero pasado un rato el buzón seguía vacío. Nadie se acercaba a hablar con él y mucho menos a dejarle una carta, lo que puso a Simón sumamente triste. Y cuando se encontraba a punto de llorar desconsoladamente, se acercó un niño a ver el buzón decorado al detalle. •¡Qué coche tan rápido y bonito!- dijo el niño. •¿Te gusta?- preguntó sorprendido Simón. •¿Que si me gusta? ¡Es increíble! A mi abuelo y a mí nos gustan mucho los coches rojos. •Pues muchas gracias, supongo. Me llamo Simón. •¿Quieres ser mi amigo? Si te gustan tanto los coches rojos como a mí seguro que nos divertimos mucho jugando y pintando más coches veloces y bonitos. Aquellas palabras emocionaron mucho a Simón, que finalmente recibió una carta en su pequeño y original buzón. Y desde aquel día no volvió a estar solo, ni a sentirse extraño por no recibir los buenos deseos de ninguno de sus compañeros. Simón descubrió que era un niño como los demás, a pesar de su timidez, y que el mes de Diciembre era el más bello y maravilloso de todo el año.

Navidad

Era el último día de clase y Pablo miraba sin mucho interés la pizarra mientras la profesora explicaba algunas cosas. Pablo solo podía pensar en la Navidad y en que sería la primera en su ciudad, y no en el pueblo como sucedía siempre. Pablo recordaba cómo cada año, apenas terminadas las clases, mamá y papá llenaban el coche con maletas y se iban de viaje a casa del abuelo para poder pasar las vacaciones junto a él en su granja. El camino era larguísimo pero muy verde y bonito, y de lado a lado del camino se podían ver vacas o caballos pastando. Era maravilloso. A Pablo le gustaba mucho ver los animales y el abuelo tenía una casa llena de ellos: ovejas, vacas, caballos, perros…Pero de todos ellos con quien más disfrutaba jugando era con la perrita Lila, que corría siempre a su alrededor nada más llegar. Y después de aquellos momentos junto a Lila, lo que más le gustaba a Pablo era la gran cena de Nochebuena, todos sentados junto al árbol y a la lumbre rodeados de cosas ricas que degustar. De solo pensarlo, a Pablo se le hacía la boca agua. Sin embargo, en aquella Navidad no iba a haber nada de eso. Papá tenía que salir de viaje por motivos de trabajo, no podrían visitar al abuelo y Pablo iba a pasar la Navidad con la única compañía de su mamá. Cuánto le entristecía aquello a Pablo, que ni siquiera podía escuchar las palabras de su profesora ensimismado en sus pensamientos. Antaño, apenas llegaban a la granja, el abuelo sacaba del cobertizo todos los adornos y entre todos ponían la casa muy, muy bonita. Hasta la perrita Lila ayudaba, porque a todos les gustaba mucho la Navidad. Volviendo a casa del cole, Pablo pasó todo el recorrido en el autobús mirando por la ventana. Sus amigos se acercaban a él y le preguntaban qué le ocurría, pero Pablo ni siquiera podía contestar del nudo que llevaba en la garganta. Se sentía tan mal que le era imposible hablar, y lo único que deseaba era encerrarse en su cuarto solo. Una vez en casa, al cruzar la puerta, Pablo fue asaltado por la perrita Lila. ¡Qué gran sorpresa fue aquella! Y tras recibir unos buenos lametazos y achuchones de ella se aproximó corriendo hasta la cocina, donde estaba su mamá junto al abuelo tomando un café calentito. A Pablo le alegró mucho aquella visita, no podía creerlo… ¡si el abuelo nunca salía de su granja! Pablo se fundió en un tiernísimo abrazo con su abuelo, que como no podía ser de otra forma, ya tenía preparados en sus cajas los adornos de Navidad. Qué feliz se sentía Pablo de ver allí a su abuelo, que sonriente le dijo: •Si la Navidad consiste en algo, hijo mío, es en estar todos juntos. Y fueron muy felices en aquella primera Navidad en la ciudad, echando de menos a papá y haciendo todo lo posible por disfrutar de aquellas fechas tan significativas para la familia.

Mariposa

Érase una vez una pequeña mariposa que volaba por el prado. Era frágil y delicada, y la más bella de todas las de su especie. Brillante como un rayo de sol, aquella mariposita se llamaba Rosita. Rosita jugaba con las tiernas amapolas y las dulces margaritas en el hermoso prado donde vivía, lleno de flores de mil colores. Sin embargo, Rosita no era feliz del todo, ya que ansiaba irse a vivir a las montañas azules que vislumbraba a lo lejos. Un día tras mucho pensar decidió irse, y mientras volaba de flor en flor, se encontró con un pajarito que la obsequió con una gran sonrisa al pasar: •Buenos días, sr. pájaro- le dijo. •Buenos días mariposita- le contestó. •Pajarito, ¿qué te pasa en el ojo derecho? •Me ha entrado una pequeña rama y no puedo ver bien. ¿Podrías sacármela? •Por supuesto- dijo la mariposita Rosita. Y acercándose al pajarillo se la quitó. •Muchas gracias, ahora ya veo bien- dijo el pájaro- y tú ¿dónde vas? •Me dirijo a las montañas azules- le dijo. •¿Pero no ves, pequeña mariposita, que las montañas están muy, muy lejos? Eres todavía demasiado pequeña y no conseguirás llegar. •Sí podré, son unas montañas muy bonitas y deseo con todas mis fuerzas vivir allí. •Pues nada, que tengas mucha suerte- dijo el pajarito mientras se despedía algo preocupado por la audacia de Rosita. La mariposita Rosita siguió su camino y al rato se encontró con un gran conejo blanco de largos bigotes: •¡Hola conejo!, me llamo Rosita. •¡Hola mariposita Rosita! •¿Qué es eso que tienes clavado en la pata de atrás? •No sé, no puedo verlo, ¿me lo puedes decir tú? •Pues parece una pequeña espina- contestó la mariposita- ¿Quieres que te la quite? •Sí, por favor, me duele mucho y no puedo correr- contestó el conejo. •¡Ah! ¡Qué alivio! ¿Y tú, mariposita? ¿Hacia dónde vas? •Voy camino de las montañas azules- le dijo. •No podrás llegar hasta allí, están demasiado lejos y son unas montañas muy altas. Te deseo mucha suerte. La mariposita Rosita pensó que aquellos animalitos estaban exagerando, sin embargo, a medida que se alejaba del prado y subía a las montañas notaba que estaba cada vez más y más cansada. Su afán de llegar hasta la cima, sin embargo, la hacía seguir adelante, pero llegó un momento en que sintió sus alitas tan pesadas que empezó a descender en su vuelo. Justo antes de darse contra el suelo sintió una fuerza que la volvía a impulsar hacia arriba. Era su amigo el pájaro, que al no tener la rama clavada en el ojo veía bien y había ido a rescatarla. El pobre pajarillo hizo lo que pudo, pero como no era muy fuerte, tampoco pudo más y empezaron a caer los dos. Por suerte esta vez tampoco sucedió nada malo, puesto que el conejo, al no tener la espina clavada en la pata, pudo llegar corriendo para recogerles en su gran y blandito lomo blanco. – Dadme la mano y volvamos al prado- dijo el conejo. – Sí- contestó la mariposita Rosita- Ya no quiero vivir en las montañas azules, quiero vivir con vosotros para siempre. Así los tres amigos volvieron a casa, fueron felices y comieron perdices, mientras Rosita comprendía que se vivía mucho más feliz y se podía llegar mucho más lejos en compañía de amigos que en soledad.

El baile

Cuento de amor: El baile de San Valentín Adrián era un niño bastante alegre que vivía en una ciudad enorme llena de edificios que, con solo verlos, daban vértigo. Las calles eran amplias y siempre estaban llenas de personas que parecían apuradas mientras se movían de un lado a otro, y al pequeño Adrián le gustaba imaginar el motivo por el cual esas personas siempre parecían tan apuradas. El otro día, sin ir más lejos, Adrián vio a una muchacha correr con una gran sonrisa en la cara. Tras darle vueltas a la situación, llegó a una conclusión muy lógica: su mamá seguramente le habría hecho su comida favorita y querría llegar a casa de inmediato. ¡A él muchas veces le pasaba lo mismo! A Adrián también le gustaba ir al colegio, porque allí pasaba la tarde jugando y aprendiendo cosas increíbles junto a su amiga Mónica, una de sus pocas amistades en el cole. Y es que, a pesar de ser tan alegre e imaginativo, Adrián no tenía demasiados amigos y estaba convencido de que el motivo era que pasaba mucho tiempo soñando y observando. Aun así, Adrián era feliz en el cole junto a su mejor amiga, y no solía pensar en ello. O, al menos, no lo hacía hasta que llegó el mes de Febrero y vio que se aproximaba San Valentín. La cuestión era que se iba a celebrar por primera vez en el cole un baile el 14 de Febrero, al que debían acudir en parejas y muy bien arreglados para bailar toda la tarde y pasarlo muy bien. Y al pensar en ello Adrián sintió algo de miedo. Según le había escuchado decir a mamá, el día de San Valentín era una cosa que celebraban las personas mayores cuando estaban enamoradas, eran felices y decidían tomar chocolates y regalarse bonitas flores. Pero él aún era pequeño y no pensaba ni por asomo en esas cosas. Tantos días estuvo la mente inquieta del pequeño Adrián dándole vueltas a aquello, que olvidó jugar con su querida amiga Mónica, que tanto le quería y apreciaba…Y así hasta que llegó la víspera del 14 de Febrero, cuando Mónica al fin decidió acercarse a Adrián: •¿Qué te pasa?- Dijo Mónica. •Pues que mañana es el día del amor y del baile y no tengo una novia para poder ir, así que tendré que bailar solo- Contestó Adrián con la cabeza gacha y la mirada al suelo. Al escuchar aquellas palabras Mónica se echó a reír a carcajadas. •El 14 de Febrero no solo es el día del amor, también es el día de la amistad. Por eso no necesitas una novia para acudir al baile y podemos ir juntos porque somos amigos- Dijo Mónica, muy orgullosa de poseer toda aquella información. Adrián, sorprendido, abrazó a su amiga con cariño. ¡Había pasado tantos días dándole vueltas a la cabeza! Y, de pronto, se sintió muy feliz y orgulloso de tener una amiga como ella. Aquel día de San Valentín le había servido para aprender muchas cosas, como por ejemplo, la de que tener un amigo o amiga que te quiere es igual de valioso para el corazón que estar enamorado y comer chocolates y comprar bonitas flores. Y fueron muy felices Adrián y Mónica en el baile de San Valentín. Sus miradas y sus risas casi parecían hablar a voces…y gritaban al mundo que, tener un amigo cuando más se necesita, es un valiosísimo acto de amor.

La mentira

Las mentiras no son buenas, pero a veces nos podemos sentir tentados por decir una muy pequeña. Y es que a veces las mentiras parece que pueden salvarnos de alguna que otra regañina y sacarnos de problemas en unos segundos, facilitando así muchas cosas, como por ejemplo el hecho de recibir regalos, dulces o mimos. Pero lo que es verdaderamente cierto, amiguitos, es que las mentiras tienen las patas muy cortas, y siempre se descubren y convierten una pequeña situación incómoda en un problema muy grande, sin contar que a menudo lastimamos a los demás al decir mentiras y ya nadie confía en nosotros por engañar. Y esa dura lección fue la que tuvo que aprender una niña llamada María, gracias a una terrible mentira que la metió un día en un problema muy grande. La historia comienza en un día cualquiera en la escuela cuando María, que era muy traviesa y le gustaba mucho hacerle bromas a sus compañeros, hizo que su amiga Tania llorara, se enfadara con ella y le contara a la profesora su travesura. Entonces la maestra habló con María seriamente y le dijo que llamara a sus padres, que quería hablar con ellos al día siguiente en la escuela: •Oh, eso no podrá ser de momento­ -contestó María ideando una mentira para escapar de la situación‑, mamá ha estado un poco delicada de salud y papá la tiene que cuidar. Inmediatamente la maestra se preocupó y preguntó a María que era lo que tenía su madre: •No estoy muy segura, pero no puede levantarse de la cama y papá no puede dejarla, solo para ir al trabajo– respondió María. Al día siguiente, a la hora de pasar lista, la maestra muy atentamente preguntó a María si su madre ya se encontraba mejor, a lo que ella respondió: •Muy mal, no creo que pueda venir a la escuela estos días. Una respuesta que alarmó mucho a sus compañeros de clases, que fueron muy atentos con ella colmándola de atenciones para animarla. A María la mentira le hacía sentir un poco mal, pero en el fondo le gustaban mucho los dulces y los mimos, por lo que no había mal que por bien no viniera y decidió mantener la mentira durante bastante tiempo. Al igual que una bola de nieve rodando, cada vez la mentira se hacía más grande y todos pensaban que la mamá de María estaba muy mal en casa, por lo que se sentían muy preocupados por ella. Sin embargo, como siempre pasa con las mentiras, finalmente la verdad salió a la luz el día que la maestra de María se encontró con la mamá en el supermercado. Cuando la maestra de María preguntó preocupada por su salud, la madre respondió: •No he estado enferma desde hace mucho tiempo… ¡estoy tan fuerte como un roble! Aquella frase dejó al descubierto la fatal mentira de María. Al día siguiente, y como siempre cuando se pasaba lista, la maestra preguntó por su mamá a María y la niña contó lo mal que estaba, como venía haciendo desde semanas atrás. •¿En serio, María? – Preguntó la maestra muy molesta. •Sí – Respondió la niña algo confundida. Tras aquella respuesta la maestra se levantó y salió del salón. Cuando volvió la sorpresa fue enorme para todos, pues la mamá de María entró en el aula detrás de ella. Parecía muy disgustada, y en aquel momento la maestra aprovechó la oportunidad para enseñarles una lección importante a todos: •Las mentiras son malas y tienen las patas muy cortas. Lastiman a quienes más queremos y terminan empeorando una situación, porque la verdad siempre sale a la luz, no importa cuánto tarde. Ningún compañero se dio cuenta de lo que había pasado, pues pensaron que por fin la mamá de María se había curado, pero aprendieron también aquel día que las mentiras nunca son una buena opción. María, por su parte, que sí sabía muy bien de que hablaba su maestra, se acercó a pedir perdón a su mamá y a su profesora al término de la clase comprometiéndose a no decir mentiras nunca más. Aquel apuro había sido una lección suficiente para María, que vio en la cara de su mamá la realidad de que lastimar a alguien con una mentira no vale nada la pena.

viernes, 20 de marzo de 2020

Poesía de Gustavo Adolfo Bécquer

Volverán las oscuras golondrinas En tu balcón sus nidos a colgar, Y otra vez con el ala a tus cristales Jugando llamarán; Pero aquellas que el vuelo refrenaban Tu hermosura y mi dicha al contemplar, Aquellas que aprendieron nuestros nombres, Ésas... ¡no volverán! Volverán las tupidas madreselvas De tu jardín las tapias a escalar, Y otra vez a la tarde, aún más hermosas, Sus flores abrirán; Pero aquellas cuajadas de rocío, Cuyas gotas mirábamos temblar Y caer como lágrimas del día... Ésas...¡no volverán! Volverán del amor en tus oídos Las palabras ardientes a sonar; Tu corazón de su profundo sueño Tal vez despertará; Pero, mudo y absorto y de rodillas, Como se adora a Dios ante su altar, Como yo te he querido..., ¡desengáñate: Así no te querrán!

Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer

Mientras sintamos que se alegra el alma Sin que los labios rían; Mientras se llora sin que el llanto acuda A nublar la pupila; Mientras el corazón y la cabeza Batallando prosiga; Mientras haya esperanzas y recuerdos, ¡Habrá poesía! Mientras haya unos ojos que reflejen Los ojos que los miran; Mientras responda el labio suspirando Al labio que suspira; Mientras sentirse puedan en un beso Dos almas confundidas; Mientras exista una mujer hermosa, ¡Habrá poesía!

Canción del Pirata. José de Espronceda

Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un velero bergantín: bajel pirata que llaman por su bravura el Temido, en todo mar conocido del uno al otro confín. La luna en el mar riela, en la lona gime el viento, y alza en blando movimiento olas de plata y azul; y ve el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa y allá a su frente Stambul. «Navega, velero mío, sin temor, que ni enemigo navío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a torcer alcanza, ni a sujetar tu valor. «Veinte presas hemos hecho a despecho del inglés, y han rendido sus pendones cien naciones a mis pies. «¿Qué es mi barco? Mi tesoro. ¿Qué es mi Dios? La libertad. ¿Mi ley? ¡La fuerza y el viento! ¿Mi única patria? ¡La mar! «Allá muevan feroz guerra ciegos reyes por un palmo más de tierra: que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío, a quien nadie impuso leyes. «Y no hay playa sea cual quiera, ni bandera de esplendor, que no sienta mi derecho y dé pecho a mi valor. «¿Qué es mi barco? Mi tesoro. ¿Qué es mi Dios? La libertad. ¿Mi ley? ¡La fuerza y el viento! ¿Mi única patria? ¡La mar! «A la voz de «¡barco viene!» Es de ver cómo vira y se previene a todo trapo a escapar: que yo soy el rey del mar, y mi furia es de temer. «En las presas yo divido lo cogido por igual: sólo quiero por riqueza la belleza sin rival. «¿Qué es mi barco? Mi tesoro. ¿Qué es mi Dios? La libertad. ¿Mi ley? ¡La fuerza y el viento! ¿Mi única patria? ¡La mar! «¡Sentenciado estoy a muerte! Yo me río: no me abandone la suerte, y al mismo que me condena, colgaré de alguna antena, quizá en su propio navío. «Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di cuando el yugo del esclavo, como un bravo, sacudí. «¿Qué es mi barco? Mi tesoro. ¿Qué es mi Dios? La libertad. ¿Mi ley? ¡La fuerza y el viento! ¿Mi única patria? ¡La mar! «Son mi música mejor aquilones; el estrépito y temblor de los cables sacudidos, del negro mar los bramidos y el rugir de mis cañones. «Y del trueno al son violento, y del viento al rebramar, yo me duermo sosegado. Arrullado por el mar. «¿Qué es mi barco? Mi tesoro. ¿Qué es mi Dios? La libertad. ¿Mi ley? ¡La fuerza y el viento! ¿Mi única patria? ¡La mar!

Cuento de Jorge Bucay el anillo

El verdadero valor del anillo - Jorge Bucay Un joven concurrió a un sabio en busca de ayuda. - Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar maestro?. ¿Qué puedo hacer para que me valoren más? El maestro, sin mirarlo, le dijo: - ¡Cuánto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mis propios problemas. Quizás después... Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar. - E... encantado, maestro -titubeó el joven pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas-. - Bien -asintió el maestro-. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho agregó: Toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo para pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas. El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, así que rechazó la oferta. Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado -más de cien personas- y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó. ¡Cuánto hubiese deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro! Podría habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y su ayuda. - Maestro -dijo- lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir 2 ó 3 monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo. - ¡Qué importante lo que dijiste, joven amigo! -contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo?. Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto da por él. Pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo. El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo: - Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo. - ¿¿¿¿58 monedas???? -exclamó el joven-. - Sí, -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... Si la venta es urgente... El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido. - Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya única y valiosa. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor? Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda. ​ -Cuento de Jorge Bucay